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2071 4 Abril 2016

 

 

George Steiner en la jungla del ruido
Roberto Guillén

 

Monterrey.- Un día de estos llegó a mis manos el libro Los Logócratas del pensador judío George Steiner. Hace tiempo que no me hipnotizaba un libro. Hace tiempo que no permanecía en mi cama hasta las dos de la tarde leyendo placenteramente un libro.

Experimentar ese goce milagroso que nutre el espíritu y que te hace flotar mucho más allá de las baritijas de nuestro tiempo. Les presento unos fragmentos de este libro que todavía me hace levitar:

Yo estoy en mi casa donde quiera que haya una máquina de escribir. Las banderitas y los pasaportes me parecen baratijas peligrosas. Creo que somos los invitados de la vida; en este punto soy muy heidegeriano.

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¿Qué es el cielo?
La Gallería de Milán. Estoy sentado delante de un capuccino de verdad, con la Estampa, el Frankfurter Allgemeigne, Le Monde y el Times. Tengo en el bolsillo una entrada para la Scala y me llegan los diez o doce olores complejos de la Gallería: el del chocolate o de la panadería, pero también el aroma de las 20 librerías (que se encuentran entre las mejores del mundo); el ruido de los pasos de la gente que acude esta noche a la ópera o al teatro; la manera en que Milán vibra a nuestro alrededor. Ya he ido al cielo y no necesito otro.

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 Si hay crisis, es precisamente una crisis publicitaria, el pensamiento se ha hecho publicidad.

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El marxismo no fue simplemente un error, fue también una sobrestimación mesiánica –por lo demás muy judía– de las capacidades humanas. El judío se equivocó con Cristo como se equivocó de nuevo con Carlos Marx… se equivocará siempre, pues ser judío es sobrestimar al hombre.

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Es una banalidad constatarlo: estas artes en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un “oficio” universitario cada vez más especializado. Más del 80% de los adolescentes americanos no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad, que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es una singularidad excéntrica que resulta psicológica y socialmente sospechosa.
Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas. La gran literatura, el gran pensamiento, florecen bajo presión. Pensar es una empresa solitaria, cancerosa, autista, loca; ser capaz de concentrarse profundamente, de un ir al fondo de uno mismo. Son muy raros los que saben pensar; el pensamiento realmente concentrado, es probablemente, lo más difícil que hay y se beneficia enormemente de la presión.

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Creo que el heavy metal y el rock son la deconstrucción de todo silencio humano y de todas las esperanzas humanas de quietud e interioridad.

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¿Por qué demonios ni usted, ni yo ni nadie, tenemos tiempo ya para nada, a pesar del teléfono, el fax y el correo melectrónico?

Nos falta tiempo, pero, antes que nada y más que nada. Nos faltan unos espacios interiores de los que antes gozábamos.

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Después de Proust, Joyce, Kafka, Faulkner, ¿Cómo puede uno sentarse a escribir una novela?

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Nuestras intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizás más profundamente el libro nos lee a nosotros.

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Un gran crítico es un escritor frustrado.

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Un gran crítico sabe que es la sombra de un eunuco en comparación con el autor. ¿Cree usted que se escribirían libros sobre Dostoievski si fuera posible escribir una página de los endemoniados? En este tema he demostrado mi descontento a demasiados contemporáneos míos de las universidades. No me lo perdonan.

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¿Quién de nosotros posee aunque sólo sea una fracción de la vitalidad de la “presencia real” que emanan del Ulises de Homero, de Hamlet o de Falstaff, de Tom Sawyer?

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Balzac moribundo apela a la ayuda de los médicos que había inventado en su comedia humana. Shelley declara que ningún hombre que es capaz de amar a la Antígona de Sófocles experimentará jamás una pasión comparable por una mujer viva. Flaubert se ve morir como un perro mientras “esa puta de Ema Bovary” vivirá eternamente.

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Lo que hay de subversivo en toda gran literatura, lo que dice “no” a la barbarie, a la estupidez, a la banalización de nuestros trabajos y de nuestros días por obra de la ética consumista del capitalismo tardío ha florecido siempre canalizando su energía contra la censura y la opresión. Apretadnos –decía Joyce sobre la censura católica– somos aceitunas. La censura es la madre de la metáfora, murmuraba igualmente Borges.

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En Londres una primera novela que no obtenga una notoriedad inmediata o no se distinga por la crítica será devuelta al editor o saldada en el plazo de 20 días. Lo que pasa es simplemente, que ya no hay sitio para este milagro del gusto que explora y madura, al que tantas grandes obras han debido su supervivencia.

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Donde el aparato de sofocación cede ante los valores de los mass media y de la droga, triunfa la baratija.

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Sigo de cerca el ajedrez, juego siempre que puedo y colecciono ajedreces. Esa computadora que venció al campeón del mundo, a Kasparov, me deprime. Rehice cuatro veces la partida. Kasparov no cometió ningún error. Es un juego hermoso y profundo y esa incalificable máquina vio más que el espíritu más poderoso. Fuera de bromas, hubiera preferido no vivir lo suficiente para verla.

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Somos animales complicados; y mi territorio interior, la territorialidad de todo mi ser es europeo, y tal ves –lo sé– el de una Europa perdida.


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