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2058 16 Marzo 2016

 

 

Educación en el México independiente
Ismael Vidales Delgado

 

Monterrey.- En 1820, don Andrés González Millán, quien fundaría en breve la primera escuela lancasteriana, imprimió un folleto en el que hablaba de las virtudes de la educación.

A la que consideraba como el medio para el conocimiento de los derechos del hombre, la justicia universal y la moralidad pública, es -decía- el único camino para alcanzar la verdad.
        
Al consumarse la Independencia, México carecía de un sistema educativo. Durante los trescientos años que tuvo el carácter de colonia española, el clero católico monopolizó la educación. El nuevo país constituido en república independiente recibía una sociedad en la que muchas personas no estaban de acuerdo con los mandatos relativos a la educación que operaron durante el virreinato, por ejemplo: la expulsión de los jesuitas, la enseñanza obligatoria del castellano en sustitución de las lenguas autóctonas, el nombramiento de profesores españoles en las instituciones de educación superior, el menosprecio de los peninsulares por los indígenas y su capacidad intelectual.
        
Algunos académicos intentaron incorporar conocimientos modernos, científicos, liberales en los planes de estudio y metodologías distantes del verbalismo y la prescripción, y se abrieron paso -tímidamente- sobre el estilo  barroco de la oratoria y la literatura, sustituyendo el latín por un lenguaje llano y directo en la cátedra.     Sin embargo, el naciente país, recibía una mezcla de instrucción tradicional y modernidad ilustrada.
        
El nuevo país convertido en República llevaría a la educación por un largo periplo en el que la gratuidad, obligatoriedad, uniformidad, carácter nacional, integral, y laicidad tuvieron que transitar por la sinuosidad de caminos sembrados de guerras, injusticias, sueños, asesinatos, heroísmo, asonadas y traiciones.
        
Unas semanas antes de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, en 1821, Juan O’Donojú había llegado a Veracruz. Venía a la, todavía, Nueva España con la consigna de poner orden y mantener el dominio español sobre la colonia, para lo cual se le había otorgado el título de capitán general y jefe político superior, en sustitución del virrey Juan Ruiz de Apodaca.
        
La independencia se concretó con la firma de los Tratados de Córdoba, suscritos en la ciudad de Córdoba, Veracruz el 24 de agosto de 1821, por Agustín de Iturbide, comandante del Ejército Trigarante y por Juan O'Donojú, jefe político superior de la Provincia de Nueva España. El texto está compuesto por diecisiete artículos que constituyen una extensión al Plan de Iguala. Las Cortes españolas rechazaron los Tratados de Córdoba y la independencia mexicana, publicando esta determinación en la Gaceta de Madrid los días 13 y 14 de febrero de 1822. En estos Tratados se reconoce a México como un imperio independiente de la Monarquía española. El imperio mexicano se reconocía como monárquico constitucional y moderado.
        
El 26 de septiembre de 1821, el día previo a la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, Juan Ruiz de Apodaca salía definitivamente rumbo a Veracruz para dirigirse a España. Con él se iba el virreinato y 300 años de dominación española.
        
La mañana del 27 de septiembre de 1821, el Ejército Trigarante, con Agustín de Iturbide marchando a la cabeza, hizo su entrada triunfal en la Ciudad de México, en medio de la algarabía de los habitantes de la capital. La independencia de México estaba consumada.
        
Al día siguiente, el 28 de septiembre, quedó instalada la Junta Provisional Gubernativa y la Regencia del Imperio, siendo nombrado presidente de la misma Agustín de Iturbide, quien consciente de la autoridad moral y del respeto del que gozaba O’Donojú entre los mexicanos gracias a su actitud inteligente, abierta y conciliadora, lo invitó a formar parte de la regencia del imperio. Don Juan aceptó y estuvo presente en la junta en la que se redactó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano. Pocos días más sobreviviría O´Donojú, pues debilitado por las enfermedades contraídas durante los años de reclusión, moría 8 de octubre de 1821 de pleuresía, en la capital del nuevo imperio siendo sepultado con todos los honores destinados a los virreyes en la Capilla de los Reyes de la Catedral de México.
        
El 18 de mayo de 1822 -al parecer en un acto concertado- el sargento Pío Marcha exaltó a la tropa a proclamar monarca a Agustín de Iturbide, la acción fue secundada por el pueblo. En una sesión del Congreso abarrotada por una exaltada multitud, los diputados ratificaron la proclamación y, el 21 de mayo de 1822, Agustín I fue coronado emperador del Imperio Mexicano, publicando a la brevedad el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano que incluía en la sección octava, capítulo único, que el gobierno expediría reglamentos y órdenes para promover los establecimientos de instrucción moral y pública. Sin embargo,  nada se logró concretar.
        
La consumación de la Independencia no fue propiamente un parteaguas en la educación. Desde la época temprana de la Colonia, las pocas escuelas de primeras letras que había estuvieron a cargo de los ayuntamientos de manera directa o a través del gremio de maestros. Los ayuntamientos se encargaban de construir o rentar locales para las escuelas, financiar y vigilar su funcionamiento, examinar, contratar y despedir maestros y en coordinación con el párroco acreditar al maestro asignado para impartir la doctrina cristiana. Todo esto continuó igual o muy similar durante las primeras décadas de la frágil vida independiente de México. Salvo en el Distrito Federal y los territorios, el gobierno federal apenas se limitaba a fomentar la educación y a dictar leyes que la favorecieran, como la de testamentos que obligaba a donar una pequeña cantidad de dinero a la educación cuando no había herederos.
        
En asuntos educativos, pasarían más de cien años, para que la educación pública comenzara a ser una tibia realidad.


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