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EL ACTO DE VOTAR
Coral Aguirre

He tardado mucho en decidir qué iba a hacer con mi voto del 5 de julio. He sido siempre una fanática de este acto, el de votar, que significa para mí una responsabilidad colectiva. Más allá de tendencias personales, las mías siempre han ido hacia la izquierda, cada votación se me ha ocurrido un planteo feroz de pros y contras.
En mi país de origen, Argentina, el voto en blanco tiene una enorme tradición y lleva el sello de Pueblo. Así, con mayúscula. En los tiempos en que el líder de los descamisados, Perón, fue proscrito, 1955-1972, la inmensa mayoría de la gente votó en blanco como signo de repudio a los candidatos que según su entender, no estaban legitimados en la medida en que había habido una exclusión flagrante. Los alcances de este voto en blanco fueron inconmensurables; no tengo cifras a la mano pero recuerdo muy bien que los elegidos para los cargos gubernamentales en cada elección, lo eran con un porcentaje mínimo, a veces apenas alcanzaba el 20%. Más de la mitad de la población votaba en blanco, es decir, con el rechazo popular más vasto de lo que yo tenga memoria, y de mayor duración.
Cuando termina la dictadura militar en 1972, y se realizan las primeras elecciones supuestamente libres, no lo eran tanto en la medida en que Perón seguía proscrito; fue Cámpora quien tomó la candidatura en su nombre, y una vez en el poder, hizo el cambio, abrió las puertas para el regreso del viejo líder y llamó otra vez a elecciones. Es decir, cedió su lugar y por fin, como lo quería el pueblo, Perón retomó la presidencia de la que había sido echado por las fuerzas militares casi veinte años antes.
Todo esto viene a cuento, porque yo misma lo estoy reflexionando día a día. En el primer momento me indigné. ¿Voto nulo?, ¿de qué responsabilidad me hacía cargo? Observé pues los avatares de los partidos, sus idas y venidas, sus acuerdos y desacuerdos, las campañas tramposas, las alianzas tramposas, y los hombres que las realizan, tramposos. Ante la oferta de una diputación para algún partido supuestamente de izquierda, lancé la carcajada. ¿Era posible? Asimismo, escuchar las ofertas, las promesas, las descalificaciones de unos para otros, por otra parte siempre cojeando de la misma pata, me parecieron estruendosamente ridículas y volví a reír. Qué puede hacer uno sino reírse de tanta necedad y tanta mentira.
Entonces, si así era, si así siento, si eso es lo que pasa frente al carnaval que se ha plantado ante nuestros ojos. ¿Votar a alguno de los disfrazados? ¿Ser cómplice? ¿Aceptar de alguna manera que alguien, un desprevenido, una buena gente, un ingenuo o qué sé yo, perteneciente a algún partido pequeño, debía ser expurgado y perdonado por el aliento podrido de todo el resto? Lo pensé, uno, dos, tres días… y más. Me retorcí de indignación por mí misma, yo, una militante de toda la vida, ¿qué me pasaba? ¿Iba a ceder a los cantos de sirena de una minoría ilustrada? Hay trampa, me dijeron, hay engaño, es una derecha recalcitrante la que impulsa el voto nulo. No saben lo que significa. Sin embargo la sensación continuó. No estaba dispuesta. No y no.
Entonces llegó un buen amigo a la casa y casi casi para ver su reacción, le espeté: “Voy a anular mi voto”. Mi amigo no esperó para lanzarme un sinfín de reproches y entre ellos apeló a mi RESPONSABILIDAD COLECTIVA. Escucharlo y decidir fue todo uno, desde ese momento ya no di marcha atrás, porque al oír esa proposición, “responsabilidad colectiva”, me agarró una indignación tan grande pero tan grande que ya no pude dejar de expresarme casi con ferocidad. Responsabilidad colectiva, ¿no la hemos tenido siempre?, ¿no hemos estado nosotros, los menos privilegiados, luchando siempre por la justicia social, por las libertades de cada uno, por hacer las cosas bien aunque no sea como deber? ¿Acaso la responsabilidad colectiva no la vivimos día a día? ¿Acaso alguien nos va a perdonar por no cumplir con ella? ¿Acaso no la ejercemos en la cátedra, en el trabajo, en la escuela, en la calle, y en todo momento? Mejor o peor, obligados o no, qué importa, pero la ejercemos.
¿Y los políticos? Esos que van y vienen, que dejan aquí para tomar allá, siempre con la mira de mejorar sus ingresos, de abultar sus bolsillos, de no quedar fuera del presupuesto, ¿no sería a ellos a los que debiéramos demandar responsabilidad colectiva? Mi indignación crecía con cada nueva pregunta. Y por supuesto, decidí de una vez por todas que cuando ellos tengan esa responsabilidad, cuando ellos que se dicen nuestros representantes, tomen la decisión de ser responsables y lo manifiesten en cada uno de sus actos, cuando más allá de prebendas y ganancias, decidan, no trabajar en la campaña del partido, sino en la campaña de la vida mexicana, entonces sí, voy a volver a votar. Y esto va para todos, los pequeños y los grandes. Señores no son confiables, no los podemos votar, no han trabajado todos los días de su vida, como decía Brecht. Entonces no son imprescindibles. Vale decir, imposible votarlos.   
También escuché, no hay que anular el voto, lo mejor es no salir a la calle ese día, dejar las grandes avenidas y las banquetas vacías, no aparecer. Repudiar desde la no participación absoluta. Ni siquiera voto en blanco o voto anulado. También lo pensé y no sé qué es mejor. Pero de alguna manera debemos mostrar nuestro repudio más allá de cualquier digresión respecto de su fortuna o su oportunidad. Que favorecemos a éstos o desprotegemos a aquellos otros. No se vale. No les creemos. Todos, salvo una sola excepción, se han puesto las pilas en los últimos días para no quedarse sin el bocado de lujo. Y la excepción no hace la regla.
La vida política mexicana es más que un voto para algún candidato. Y es más que un puesto o algunos privilegios. Y también es más que algunos escaños en las cámaras. Es mucho más. 

 

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