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RIVERA Y RATZINGER
Adolfo Sánchez Rebolledo

La batalla en torno a la recién aprobada ley que legaliza el matrimonio y la adopción entre y por parejas del mismo sexo, nos ha dejado ver, una vez más, la dependencia ideológica de Acción Nacional respecto de la Iglesia católica, pero también el oportunismo de sus figuras nacionales, incluyendo al jefe del partido, al secretario de Gobernación y al mismo Presidente. Ante la imposibilidad de conseguir el apoyo de la tercera parte de los diputados capitalinos que hacen falta para promover una acción de inconstitucionalidad y a la espera de que sea la Procuraduría General de la República quien elabore la argumentación estrictamente jurídica y política” (César Nava), el cardenal Norberto Rivera se ha trazado la misión de castigar electoralmente a los promotores de la ley, sin el menor respeto por los fundamentos del Estado laico, contenidos en la Constitución y en la propia Ley de Asociaciones Religiosas. El discurso del cardenal ha venido subiendo de tono hasta el punto de decir, por boca del vocero de la arquidiócesis, que “nosotros –es decir, los clérigos– tampoco podemos obedecer primero a los hombres y sus leyes antes que a Dios; toda ley humana que se le contraponga será inmoral y perversa, pues al ir contra su voluntad termina por llevar a la sociedad a la degradación moral y a su ruina” (La Jornada, 11/01/10), palabras que desencadenaron un racimo de condenas instantáneas, incluido el deslinde del senador Madero y de Arturo Farela, presidente de la Confraternidad de Iglesias Evangélicas.
La actitud del PAN, concentrada en la defensa de la “libertad de expresión” del cardenal, a cargo de César Nava, presagia que en este caso, como en la despenalización del aborto, intentará poner en marcha una operación para aislar a la Asamblea Legislativa y al Gobierno del DF movilizando a la opinión pública desde el púlpito y los medios, al tiempo que el gobierno deja caer el peso del Estado sobre las instituciones, legislativas y judiciales, que eventualmente se ocupen del tema. Esta reacción, claramente basculada hacia la derecha, no es nueva, ni mucho menos, pero ayuda a comprender mejor los mecanismos y la división del trabajo en el seno de la coalición gobernante. Así, mientras la jerarquía agita las aguas, desafiando el orden constitucional, el PAN procura un perfil neutro, deslavado, más abogadil que doctrinario, bajo el cual se oculta el pragmatismo de la derecha en el poder, pero también, hay que subrayarlo, la escasez de argumentos para elaborar una impugnación que no sea la repetición mecánica de los principios dictados por el Vaticano. Los panistas creen que si se da el caso, la Suprema Corte podría asirse de algunos tecnicismos para invalidar las reformas aprobadas en el DF (o, al menos, no llamar “matrimonio” a las uniones de hecho y prohibir la adopción), sin necesidad de entrar al fondo de la cuestión que radica, justamente, en que el Estado laico no puede hacerse cargo de la universalidad y menos de la obligatoriedad de la visión de “índole moral o religiosa” que, legítimamente, sostienen las distintas iglesias en relación con estos temas.
Cuando Norberto Rivera asegura que detrás de la reforma existe una persecución ideológica o que “Nos quieren prohibir hablar en nombre de Jesús, predicar su doctrina, cumplir con el mandato del Señor (…) por defender el vínculo sagrado del matrimonio (…) se burlan de los valores cristianos y de nuestras creencias más sagradas”, distorsiona la realidad, evade el tema de los derechos de los homosexuales en general y pasa por alto la situación real de la familia en México (y en el mundo). En rigor, exige que la sociedad y el Estado acepten como propias, verdaderas y obligatorias sus consideraciones morales, como si la reforma sobre la naturaleza civil del matrimonio limitara de algún modo la libertad religiosa. Esa intolerancia es, justamente, la que cuestiona el laicismo que rescató para el Estado, mediante un difícil y conflictivo proceso, siempre impugnado por la Iglesia católica, prerrogativas como el registro y el matrimonio civil que aún hoy muchos católicos conservadores desdeñan.
Hoy no es distinto: la derecha mexicana está lejos de aceptar en sus términos constitucionales el laicismo, a pesar de que la reforma de 1992 canceló las aristas más agudas y “resolvió” las viejas discrepancias entre la Iglesia católica y el Estado. Pero en las cuestiones concernientes a la moral pública, sigue atada a las prescripciones papales en estas materias. Rechaza la despenalización del aborto, se opone a una verdadera educación sexual y, ahora, enfrenta con todas sus armas la extensión del matrimonio a parejas formadas por individuos del mismo sexo. Valga recordar, por ejemplo, las indicaciones del entonces cardenal Ratzinger (2003) para atender el “preocupante” asunto de “las uniones homosexuales, que en algunos casos incluyen también la habilitación para la adopción de hijos”, un texto que escribe justamente con el fin de iluminar “la actividad de los políticos católicos (…) cuando se encuentren ante proyectos de ley concernientes a este problema”. Es evidente que tanto en Roma como en México, este nuevo capítulo de la secularización tomó por sorpresa a los políticos de la derecha convencional, obligando al Vaticano a retomar la iniciativa. No repetiré aquí las argumentaciones del ahora Papa, pues todas ellas se pueden leer implícitas en las inflamadas homilías del cardenal Rivera, pues éstas se centran por igual en la premisa de que el matrimonio “ha sido fundado por el Creador, que lo ha dotado de una naturaleza propia, propiedades esenciales y finalidades (…) de que el hombre, a imagen de Dios, ha sido creado varón y hembra” (Gn 1, 27), para cumplir con la máxima bíblica de “sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1, 28).
Sin embargo, hay un elemento en el que la Iglesia se muestra inflexible y aparece poco en las argumentaciones de los panistas contra la actual reforma: la furia contra el ejercicio de la homosexualidad (no hablemos de la pederastia en este momento). Raztinger es categórico: “no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia”. Y, tras explicar los elementos doctrinales, concluye: “El matrimonio es santo, mientras que las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural. Los actos homosexuales, en efecto, cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso”. De eso se trata. Sin embargo, el Vaticano sabe que no siempre puede ganar todas las batallas de un solo golpe y da a los políticos católicos la libertad de adoptar ciertas formas de tolerancia al mal. La cita, un poco larga, vale la pena: “En caso de que el parlamentario católico se encuentre en presencia de una ley ya en vigor favorable a las uniones homosexuales, debe oponerse a ella por los medios que le sean posibles, dejando pública constancia de su desacuerdo; se trata de cumplir con el deber de dar testimonio de la verdad. Si no fuese posible abrogar completamente una ley de este tipo, el parlamentario católico, recordando las indicaciones dadas en la encíclica Evangelium Vitæ, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública”, con la condición de que sea “clara y notoria a todos” su “personal absoluta oposición” a leyes semejantes y “se haya evitado el peligro de escándalo”.
¿Y el gobierno, qué piensa?

La Jornada

 

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