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MAQUINACIONES
J. R. M. Ávila

Serían la una o las dos de la mañana cuando empezó a oír el golpeteo. No supo cuánto tiempo pasó antes de interesarse en él y levantarse para ver de qué se trataba. El sonido venía de la biblioteca. Se acercó con cautela y encendió la luz. Lo que vio no parecía ser más que producto de su imaginación: la máquina de escribir tecleaba sola. Las teclas se hundían una tras otra sin trabarse, incansables. Se hundían y regresaban a su lugar, era lo único que podía asegurarse. Tenía más de diez años con la máquina y jamás había sucedido algo semejante.

Tras permanecer de pie viendo cómo las teclas obedecían a nadie sabía qué impulso, se preguntó qué pasaría si le colocaba papel y no tardó en hacerlo. Esperaba que apareciera algo sin sentido, consonantes o vocales amontonadas, pero se llevó una sorpresa: se trataba de una narración muy bien llevada, interesantísima. Toda la noche se la pasó colocando hojas que la máquina se encargaba de llenar mientras él no se saciaba de leer.

Alrededor de las cuatro de la mañana, la máquina ya no tecleó. Él se acostó y durmió un rato. Despertó a las seis y media de la mañana, y se encaminó a dar clases con el sueño colgándole de los párpados. La mañana se alargó hasta el cansancio, entre formación de alumnos, lista de presentes, control de tarea, explicación de clases, revisión de ejercicios y encargo de nueva tarea, hasta que llegó la hora de regresar a casa y la tortura terminó.

Cuando llegó a la casa, no comió. Prefirió dormir para no despertar hasta las tres. Por fortuna la tarde y la casa fueron suyas, sin ruidos ni trajinar de su esposa ni juegos de los hijos ni llamadas inesperadas. Se bañó para despertar por completo, comió de prisa, se acomodó en la biblioteca y releyó los textos de la madrugada.

Su esposa regresó con los niños después de las seis de la tarde. Se saludaron como si fuera un trámite. Los niños salieron a jugar con los vecinos y ella vio un rato la televisión. Mientras cenaban, conversaron de la nada que había sido aquel día en el trabajo y más tarde, mientras ella lavaba los trastes, soltó el comentario: ¡Vaya, hasta que escribiste algo de verse! Él le iba a explicar todo pero no lo hizo. Más de diez años escribiendo y por fin a ella le gustaba algo que él ni siquiera había escrito: prefirió guardar silencio.

Después de ver televisión se fueron a la cama pero, de nuevo, cuando todos estaban dormidos, el golpeteo de la máquina de escribir lo reclamó. Aunque su participación se reducía a abastecerla de hojas no era un trabajo monótono. Los textos que salían de ella eran un deleite. Y justo a las cuatro de la mañana, como un día antes, la máquina se aquietó. Pero él se encontraba tan despejado que se puso a escribir a mano, como acostumbraba. Así estuvo escribiendo hasta que su malhumorada esposa llegó a avisarle que ya era hora de que se fuera a la escuela.

No supo cómo pudo soportar la mañana haciendo trabajar al grupo y tratando de poner lo menos que podía de parte suya. Cuando volvió a casa, dio una comida fuerte y durmió hasta que lo despertó el barullo de sus hijos y su mujer llegando de la escuela. Entonces se desmodorró y se levantó para cenar. De nueva cuenta, mientras veían televisión, la esposa le comentó: Oye, qué bien te están quedando los cuentos. Aunque no me explico cómo le haces para pulirlos, porque lo que anoche escribiste a mano está como para tirarlo a la basura. Con tal de que lo mejores al pasarlo a máquina...

Inútil discutir. De ahí en adelante pasó por alto los involuntarios sarcasmos de su esposa y siguió dejando trabajar a la máquina, colocando hojas mientras intentaba escribir lo suyo que, invariablemente era inferior a lo que tecleaba la máquina. De igual manera, sin desanimarse, continuó escribiendo porque, inferior o no, era su trabajo. Para organizarlo todo, separó con el nombre de “maquinaciones” lo que tecleaba la máquina y con el de “creaciones” lo que él escribía.

Con el tiempo se fue acomodando a horarios de escuela, escritura, sueño, y a los comentarios humillantes de su esposa. Cuando llegó el momento de publicar, por supuesto, propuso primero sus escritos, que fueron rechazados, y se vio orillado a publicar el trabajo automático que, obviamente, recibió el aplauso de crítica y lectores. Tan bien le fue que dejó el trabajo como profesor.

Cuando, avalado por su prestigio, se atrevió a publicar lo suyo, todos se preguntaron el porqué de lo disparejo de su obra. Ojalá lo hubiera ignorado. En las entrevistas evadió dar respuestas que lo dejaran mal parado como escritor y, a menos de dos meses de la fallida publicación, para acallar a la crítica y a los lectores, publicó un nuevo libro tomado de “maquinaciones”, lo cual dio el resultado que esperaba.

Pero un día despertó con una sorpresa: sobre su mesa de trabajo se encontró con una computadora reluciente, bien equipada, como regalo de cumpleaños. Tuvo que fingir que apreciaba el regalo pero siguió trabajando con la máquina de escribir hasta que una noche se encontró con la noticia de que el camión recolector de la basura se la había llevado. La furia no se dejó esperar pero resultó inútil. Por un lado, porque la furia fue inexplicable para la esposa; por otro, porque no le regresó la máquina de escribir.

No quedó más solución que volver los ojos hacia sus propios textos y trabajarlos hasta no dejar nada por pulir y darles un digno acabado para que crítica y público los aceptara como escritos en su nuevo estilo. Sin embargo, la empresa que lo publicaba los rechazó y, dolido por el rechazo, dejó de escribir.

Siguió publicando “maquinaciones” y hablando de sus libros como si no fuera él quien los había escrito. Todos se asombraban de su objetividad. Él, amargo, sonreía.

 

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