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FUERA DE LUGAR
Jorge Castillo

Jonathan intenta bolear su pelota. Tiene aspecto de suela desgastada y huellas de los colores de su equipo. Suena bofa cada vez que rebota en la pared, donde penaltis imaginarios han dejado sus caras pentagonales inscritas en tinta de polvo. Bajo ellas se guardan los goles, victorias y festejos de las grandes jugadas de los Cuauhtémocs, Pelés, Cabritos.

Levanta el balón con el pie hasta la altura de su rodilla y empieza a dominar. Se le cae. Lo patea contra la portería de ladrillos desnudos y grita “Goool”. Se sube la camiseta y alza los brazos. Dedica saludos a un público ficticio y recorre el cuarto casi vacío de muebles. Señala el medio tiempo. No sabe de las sonrisas que roba cuando sus alharacas sorprenden a algún transeúnte. Aprieta las cintas de sus tenis que para él son Nike dorados bajo el camuflaje de manchas.

Llena una botella de plástico con agua de la llave. De la bolsa de papitas saca un puño y se lo lleva a la boca. Advierte ruidos afuera. Se asoma. Los mayores del barrio van a echarse una cascarita. Sueña jugar con ellos, mandar lejos el balón, parar un tiro de verdad, que lo pongan de portero, defensa, delantero, árbitro, lo que sea.

Dos de ellos echan un volado para escoger a sus jugadores. Alcanza a distinguir la moneda que gira en el aire pero no ve dónde cae. El juego inicia. Ellos no sospechan que detrás de la puerta cerrada con llave un hincha los anima, los apoya, celebra sus goles en silencio y, también en silencio, inicia la narración del partido. No se le pasa ni un tiro directo, ningún pase, las faltas. Se estira para ver mejor fintas, saques, despejes, una descolgada, se quita un contrincante, ahora es él el que corre, el que lleva la pelota, el que burla, el que tira y ¡Goool! Alguien de afuera voltea para ver de dónde salió ese grito. Se esconde.

Necesita tomar más agua y traga ruidosamente, con satisfacción. Eructa. Mete la mano a la bolsa de papas. Están por acabarse. Se asoma y ve que sólo le queda un puño. Vacía el contenido en una mano. Se las acaba. Reanuda el comentarista oculto, nombra jugadores, jugadas, las condiciones de la cancha. Se acalora con el ir venir de los muchachos. Está tenso. El vidrio y los barrotes de la ventana le impiden salir, al igual que la chapa cerrada desde afuera.

Terminan sus noventa minutos. Los jugadores, unos molestos, otros satisfechos, empiezan a desfilar delante de Ernesto. No lo ven. Cuando llegue su padre del trabajo le contará del gran partido que vio esa tarde, y él le prometerá otra vez llevarlo al estadio. Un buen día.

Regresa con su pelota y vuelve a intentar el boleo. Poco a poco su voz empieza a llenar el cuarto que es su casa. Poco a poco se olvida del hambre. Su padre le traerá otra bolsa de papas y un refresco. Rebota la pelota contra la pared. Se oye bofa.

Jorge Castillo. Escritor y traductor. Participante activo de varios talleres literarios en la localidad y diversas asociaciones culturales. Miembro de la Asociación de Traductores de Monterrey.

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